Las fórmulas fueron pronunciadas cabalmente.
En los documentos redactados por la
Fiscalía
(con qué precisión, con qué rigor)
se traslucía el dolor.
Las víctimas reclamaron justicia
y la justicia fue dictada sin falta.
No obstante, al fondo, un muchacho
se batía
bajo el peso de tantas palabras
que lo relataban.
Abrumado de que su obrar mereciera
tantos endecasílabos legales,
blandía un silencio de final de
tarde.
La mirada perdida en un abril
lejano,
tal vez aquel, previo a la
irrupción de la sangre.
Desde luego, en mi caso, cumplí con
mi parte,
señalé obviedades,
recordé los incisos,
recité los mantras de la ley.
Al final, en los últimos pormenores
de la audiencia
procuré restituir al padre y a la
madre,
otorgar un amigo fugaz de dos
palabras.
Pero el joven me miraba y, al fondo,
su abril perdido,
se difuminaba como el fantasma del
tiempo.
El mes más cruel se resistía a ingresar
en las dimensiones de una celda.
Se aplicó la justicia de los
hombres
y retornamos luego al resto del día.
Muchas veces pienso en las miradas
perdidas
de los niños juzgados.
Nunca sabremos qué miraban sus
ojos.
Fotografías viejas, tibias manos,
bellas épocas pasadas
(o que nunca fueron),
donde "madre" era un porvenir
y "padre" un consuelo.

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