Lo que es la problemática que me revienta
pecho adentro, corazón arriba, allende
el pálpito,
es aquella que acompaña las noches de
los solitarios:
el dolor, que es como una seca nuez
bajo la lluvia
-más seca mientras más anegada-.
Pero incluso más adentro del dolor,
aquella palabra poderosa y sabia
pero harpía y traicionera:
VÍCTIMA.
¿Qué carajos significa víctima?
¿El enigmático sofista calumniado?
¿Aquel que cae derrotado por la
lanza del senado?
¿El otro, que, ciego del espanto y
de la lepra,
jamás halló el camino de Emaús?
¿Quién es víctima?
¿Cronopio de la vida real
o fama funesto, calzando
compasiones?
Yo, que en esta tibia noche de
julio
presiento las arañas de la
melancolía
¿seré víctima?
Pero, bien adentro del tropo
(digamos, en el tuétano del tropo):
¿la víctima no es el verdadero
poderoso?
¿No es aquel para quien existe
no la simple y llana y vulgar victoria,
sino el resto del universo?
¿Deberé ceder a la tentación de ser
la víctima
para sanar qué heridas aún
sangrantes?
¿Qué soledades recordadas?
¿Habrá un atajo que me salve de
dicho desamparo
y me permita nunca declinar mis ojos,
que me haga merecedor perenne
de la canícula divina?
Y antes (y peor):
¿Será esta resistencia de ser
víctima
el primer síntoma,
el primer indicio
de ya haber caído derrotado
y ni siquiera haberme dado cuenta?
Triste dilema: sentirse vencedor
pero ser víctima
y ser el único en el universo
a quien se le niegue dicho hallazgo.
¡Qué desnudez terrible!
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