jueves, 21 de abril de 2022

Elegía para un hombre en Tame

 La misma bala ha sido siempre

la aguja preferida del temor.

Viene zurciendo el tejido de la muerte

y enhebrando sin preguntas

todos nuestros corazones al fuego.

 

En mi país se sigue tejiendo

con las pieles dulces de inocentes canciones

la maldita mortaja cadavérica,

una tela tan alta y tan ancha

que pronunciar su nombre enluta los atardeceres.

Ya no hay sol y no hay los arreboles,

solamente la flaca lámina negra

o el negro telón sin fondo.

 

Regiones o legiones,

no sabemos en esta última hora,

donde nuestros niños

se nos siguen muriendo a balazos,

donde seguimos condenados

a ver con ojos ya secos

una

siempre

última

caricia

de los padres.

 

Hoy vi una foto en que dos soles se abrazaban

y debajo una nota que decía

que a esa foto le habían cosido

un agujero negro para siempre.

 

Seguimos cayendo

(país precipicio)

¿dónde detendremos la caída?

¿A qué anhelo limpio nos aferraremos

cuando se acerquen

a nuestro pecho

las puntadas?

 

Hoy yo abracé a mi hija, una vez más,

fortuna infinita, obsequio de la vida,

respirar del pájaro que vuela

y mira desde arriba hacia los camposantos.

 

Que de ahora en adelante, en mis abrazos,

y en los abrazos de todos los afortunados

que seguimos planeando entre quimeras,

perviva tatuada tu tibieza

en la piel de tu hija.

 

Nunca el frío.

 

Sea ese postrero abrazo que le diste

la profunda escafandra para el alma,

el escudo perenne para el duelo,

la invisible tela que interrumpa

las futuras dentadas de las balas.

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