La misma bala ha sido siempre
la aguja preferida del temor.
Viene zurciendo el tejido de la muerte
y enhebrando sin preguntas
todos nuestros corazones al fuego.
En mi país se sigue tejiendo
con las pieles dulces de inocentes canciones
la maldita mortaja cadavérica,
una tela tan alta y tan ancha
que pronunciar su nombre enluta los atardeceres.
Ya no hay sol y no hay los arreboles,
solamente la flaca lámina negra
o el negro telón sin fondo.
Regiones o legiones,
no sabemos en esta última hora,
donde nuestros niños
se nos siguen muriendo a balazos,
donde seguimos condenados
a ver con ojos ya secos
una
siempre
última
caricia
de los padres.
Hoy vi una foto en que dos soles se abrazaban
y debajo una nota que decía
que a esa foto le habían cosido
un agujero negro para siempre.
Seguimos cayendo
(país precipicio)
¿dónde detendremos la caída?
¿A qué anhelo limpio nos aferraremos
cuando se acerquen
a nuestro pecho
las puntadas?
Hoy yo abracé a mi hija, una vez más,
fortuna infinita, obsequio de la vida,
respirar del pájaro que vuela
y mira desde arriba hacia los camposantos.
Que de ahora en adelante, en mis abrazos,
y en los abrazos de todos los afortunados
que seguimos planeando entre quimeras,
perviva tatuada tu tibieza
en la piel de tu hija.
Nunca el frío.
Sea ese postrero abrazo que le diste
la profunda escafandra para el alma,
el escudo perenne para el duelo,
la invisible tela que interrumpa
las futuras dentadas de las balas.
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