Soy la voz
del simple sillón de esta sala,
muñón de madera y tensa tela,
algodón en las entrañas, paraíso de los ácaros,
lugar de la siesta, las charlas casuales y los polvos imprevistos.
Soy humilde pero importante.
Cosas he visto y sentido mientras errantes
humanos juegan a los hilos del viento y del amor.
Recuerdo la vez que Clara, siendo niña,
rebalsó en mis cojines un jugo de tomate
desde un vaso de plástico de sombrillitas.
Cambió mi color y mi olor.
Mamá de Clara la reprendió con los ojos de roca
y en las espumas del ansia me lavó.
Ya era parte de la familia.
Sentir que me amaba más que a la niña
fue un halago (pero me brotó la culpa).
Yo al perro Maxi le ocultaba sus juguetes.
Un par de veces, vengativo, alojé al alacrán azaroso,
a la exploradora y fea y tierna cucaracha
y a la araña taciturna.
Monedas de varias denominaciones
me hicieron rico
hasta que entendí en una charla entre adultos
lo que era la inflación y el devalúo.
Cuando Clara creció, en mi costado
siguió jugando al rebalso de los jugos.
Ahora era ella quien borraba las evidencias
de las mareas del amor.
Más tarde llegaron los malvados
gatos de la noche
que comenzaron por hacerme reír
pero más tarde me despedazaron la piel.
Desollado, manchado y viejo
dejé de recibir las siestas de los señores.
Conocí un patio lleno de canecas
y al cabo fui reemplazado por un sofá de la China.
Su mirada, al cruzarnos en la sala,
fue fría e indolente.
Yo, en cambio, me sentía satisfecho.
No me importa morir después de tanta vida,
no me importa el olvido de los seres,
mío es el destino de la tela y la madera.
Será cuestión de tiempo
regresar al aire siendo árbol
para sostener ahora
a los pájaros cansados.
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