Sentí (como solo algo así
puede sentirse)
el límite
de mi vista.
Asomado al
mirador,
la mañana
alumbraba,
orgullosa,
las hojas
inmensas de los platanales.
Los hombres
trabajaban la madera
y una
radio anunciaba
lo que otros
hombres,
en otras
partes
de la
misma mañana,
hacían también
con sus manos.
El cuadro
obsequiaba al visitante
la paz
del buitre.
Allí lo sentí
(como solo algo así
puede sentirse):
el límite
de mi vista.
Fue así:
la mujer nos explicaba,
orgullosa
(como la
mañana
que
alumbra
las inmensas
hojas
de los
platanales),
que detrás
de la montaña
había un
pueblo.
Que el
río del fondo era el Cauca.
Que a la derecha
profunda
viajaba
el Risaralda.
Que el
caserío cercano
era otro
pueblo.
Y, al
fondo, la cordillera,
que cedía
solamente
a la inmensidad
del cielo.
Directo
al centro
de mi vista,
en el
núcleo de mí,
un vértigo
horizontal
me arrojó
al paisaje.
Vi cómo mi cuerpo
se adensaba
con los
colores del cielo,
cómo caía
mi
cuerpo,
alelado
de paisaje
y en el
centro de mí
surgió un
vacío
que no se
quita
así pasen
horas
días
semanas minuciosas,
hoy,
todavía.
Y este
vacío doloroso,
mezquino,
inesperado,
traicionero,
grita tu nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario