Una plastilina inmensa, blanca, tan grande
que allí la nada tiene un lugar
donde logra
averiguar, la nada
(como solo
la nada puede averiguarlo,
es decir,
de forma inexplicable e inimaginable),
que los
humanos la pensamos amorosamente,
le
escribimos tratados filosóficos,
cantamos
sus canciones
y, con el
silencio,
emulamos
sus mensajes.
Esta
plastilina inmensa, blanca,
en la que
la nada cabe,
es el
universo. Allí nos desplazamos de un lado a otro
como condimentos
en una sopa tibia
impulsados
por hervores que perduran
y
riachuelos internos,
ignorantes
y desdichados y felices.
Nos impulsa
el amor,
que es el
otro nombre
que la
gravedad tiene.
Objetos celestes
de inmensa masa
tienen la dudosa virtud
de modificar el tiempo.
Avanzamos
dentro de la plastilina blanca
adensando esta sopa cósmica
de un planeta
a otro,
de una
estrella a otra,
de un
sentimiento a otro,
en busca
del tiempo que a veces se estira
-o se
estrecha-
y se vuelve
inmenso y diminuto como un punto,
un simple
punto,
el punto en
tus labios donde mis labios no existen,
lejanos
como galaxias sin nombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario