Leí, entre tantas noticias que abundan en las redes, la de
un hombre, ya mayor, que perdió a su hijo en un accidente de tránsito. La
poesía no tiene una utilidad que la justifique. Si así fuera, dejaría de ser
literatura y se convertiría en mera propaganda. No obstante, sus mecanismos internos,
siendo inescrutables, a veces adoptan la forma del dolor ajeno, desgarran la
piel, vibran con ese dolor lejano y se instalan, valiéndose de quien escribe,
en una hoja en blanco. Allí, paisaje terrible enviado a través del aire, se
dibujan sentimientos que no son propios pero que han sido sentidos y han
encontrado una forma de salir al mundo.[1]
Tarde
A un hombre que ha perdido a su hijo
Allí, en ese exacto lugar del aire, donde nada transparenta
la ilusión de la luz,
jugamos a imitar el sigilo del gato.
Acostados, hijo,
vimos cómo la niebla rodeaba el árbol del parque
y parecía llevárselo.
Temiste ese día que la niebla te llevara
y yo, que nací tantos años antes que tú,
te expliqué con calma que la niebla rodea a todos
pero que no se lleva a nadie verdaderamente.
Es liviana, hijo, y nos hace livianos.
Eso fue lo que te dije.
Hoy, cuando miro el aire quieto en esta sala,
me llega, tardío e inútil, el presagio de ese día.
Cómo recuperar de la niebla esa piel tuya.
Cómo reconstituirla desde el aire.
Y los ojos en los que brotaba el asombro.
Cómo avanzar por las calles del mundo
sin tus chicos ojos guiándome.
Todo es la niebla.
Todo es el fin del mundo.
No hay sol que nos salve.
Extraña forma de la eternidad,
esta,
que nos dejas.
[1] Releo ociosamente una entrada anterior (qué cosa es) y se me hela la sangre. Ese poema narra al final, precisamente, la muerte de un niño atropellado en una carretera. Es, casi, la escena trágica que inspiró el poema Tarde. Coincidencias de la literatura, letras que quieren adornar los destinos escritos desde siempre.
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