Hay en
todo hogar una silenciosa guerra en torno a la disposición de los objetos.
Quien deja una ventana abierta, al cabo, debe resignarse a ver que otro miembro
de la familia decidió cerrarla. Quien quiere utilizar la trapeadora se encuentra
con que otro la dejó sucia en el lavadero (para usarla hay que enjabonarla,
estregarla y luego mojarla abundantemente, sacarle el jabón y escurrirla. ¿Cómo
no perder la paciencia?). Quien entra a la cocina a preparar el almuerzo debe
primero cerrar las puertas de las alacenas que otro, apresurado, dejó abiertas
peligrosamente al prepararse un rápido bocado. Y peor: lavar los platos sucios
que los demás, convenientemente olvidadizos, dejaron para después. La ubicación
de la sal, de las tijeras, la forma de presionar la crema dental, el volumen
del televisor, el dial de la radio. Formas eternas de lucha que nos hacen
enojar e incluso, a veces, explotar de rabia.
Al pasar los años, cuando comienzan las despedidas y la marcha se acelera, queda
siempre, al final, un último soldado de esta guerra silenciosa de los objetos. Cuánto
daría este vencedor sobreviviente por toparse con las llaves en el cajón
equivocado, por tener que cerrar por quinta vez las alacenas, por no encontrar
todas las cosas, tristemente, donde las había dejado antes.
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