sábado, 30 de marzo de 2024

Continuidad de los viajes

Yo hacía parte de la selección de fútbol de mi colegio. No éramos ni de cerca los mejores de nuestra generación, pero no dábamos balón por perdido y, cuando la calidad no te acompaña, esa es, al menos, la forma más decorosa de maquillar la derrota. En aquellos días se jugaba un torneo intercolegiado en el Gimnasio Horizontes, en el que participaban varios de los colegios ASPAEN, es decir, colegios de niños de clase alta. A pesar de que habían venido delegaciones de Medellín y Bogotá D.C., aún les faltaba una institución para completar el número necesario de equipos para los enfrentamientos. Invitaron al Colseñora, por lo que todos los que hacíamos parte de las selecciones de fútbol, baloncesto, voleibol y atletismo, recibimos permiso académico para trasladarnos durante toda una semana a las hermosas instalaciones del Gimnasio Horizontes, ubicado a las afueras de la ciudad, donde bastaba levantar la mirada para ver la magnificencia de las montañas de los Andes, sentir en tu rostro el aleteo de los pájaros, el sutil bullicio de abejas y mariposas y no percibir, ni por asomo, los gritos aguardentosos de los vendedores callejeros, los pitos de los policías de tránsito o las peleas de borrachos de las cantinas aledañas, que sí escuchábamos nosotros, en nuestras instalaciones, ubicadas en el pleno centro de la ciudad.

La invitación de por sí era una gran noticia. Pero el júbilo nos embriagó cuando nos informaron que nos iban a dar el almuerzo durante toda la semana. Eso significaba que almorzaríamos en el restaurante, y, entre otras cosas, lo que para nuestro cerebro infantil era percibido como lógico -pero no lo era-, tal vez podríamos almorzar en el otro colegio de clase alta del sector de la Florida, es decir, el colegio Granadino, donde estudiaban también niñas, niñas fifis, niñas gomelas, niñas bien, niñas difíciles de abordar, pero niñas al fin y al cabo. En aquella época (ya que el nuestro era un colegio masculino), compartir con niñas de nuestra edad en el ambiente escolar era el sueño de todos. Lo que no sabíamos, pero averiguaríamos apenas llegados al torneo, era que no había motivos para dejarnos pasar al restaurante del Granadino. Nos dejaron bien resguardaditos en el Horizontes. Eso significó que durante toda la semana habríamos de conformarnos con prepararnos y con competir en los deportes que nos habían correspondido. Y ya.

No obstante, a decir verdad, eso bastaba para tenernos felices. Por mi parte, estaba muy atrasado con la lectura de los libros del plan lector del colegio -en ese entonces no me gustaba leer-, así que decidí aprovechar los extensos ratos libres entre partidos para ponerme al día. El problema era que estaba cansado de la serie Escalofríos, que eran libritos sencillos que leíamos la mayoría de compañeros del salón para completar el número impuesto por el siempre exigente profesor de Español y Literatura, Antonio Cadavid. Recuerdo que el viernes antes de nuestro viaje de una semana al Gimnasio Horizontes me dirigí a la biblioteca del colegio y le pedí a mi tía Nelly, quien en ese entonces era la bibliotecaria, que me recomendara algunos libros. Recuerdo que sin dudarlo -y sin saber que con ese gesto cambiaría mi vida- me pasó dos libritos. Uno, consistía en una Antología del cuento latinoamericano. La otra, un libro enigmático, llamado Viaje a pie.

En el torneo de fútbol no nos fue mal. Eliminamos al anfitrión en una semifinal reñidísima y bastante disputada de la que salí lesionado; nada grave, de hecho, el siguiente partido pude jugarlo sin problema. La final, precisamente, la jugamos contra la delegación de Antioquia. La perdimos 3 a 1. De esa final, recuerdo que uno de los integrantes del equipo antioqueño, años más tarde, logró convertirse en jugador de fútbol profesional e incluso llegó a vestir la camiseta de la selección Colombia. Fue, digamos, lo más cercano que llegué a estar del fútbol profesional en mi vida (eso sí, no le pude quitar ni un solo balón en todo el juego). Esa anécdota me llenaba de orgullo hasta hace poco (algunas veces narraba que había jugado fútbol contra un jugador de la selección Colombia, y mi camiseta ondeaba con la brisa que aparecía, siempre, en esa parte de la historia). Pero la verdadera gesta, que cambió mi vida para siempre, se produjo fuera de la cancha, entre partido y partido.

Me veo en mi memoria tirado en el suelo dentro de los salones, en los pasillos del Gimnasio Horizontes o en cualquiera de sus mangas deshabitadas, leyendo la antología del cuento latinoamericano. Recuerdo también mi estupor al terminar de leer el primer cuento de ese tomo: Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. Jamás pensé que algo así podría hacerse con palabras: estremecer profundamente, desconcertar. De hecho, al principio, cuando vi que el primer cuento tenía apenas una página o página y media de extensión, me dije: esto será pan comido. Minutos después, luego de la lectura, algo se transformó para siempre en mi interior. Todavía me veo caminando por los pasillos del colegio repasando mentalmente el comienzo del cuento, la despedida del protagonista y su resolución, y compararla con el pasaje en que este avanza por el bosque y se produce la buena fortuna de que los perros no ladraran, para culminar entrando a la estancia donde destaca la nuca de un hombre, sentado en un sillón de espaldas a la puerta, leyendo una novela. De ese cuento no pude salir jamás. Pero había otros. De García Márquez, de Borges, de Rulfo. Tampoco pude, ni quise ya, salir de ellos. 

Recuerdo que luego de haber terminado esa lectura, empecé Viaje a pie. No lo entendí. No entendí prácticamente nada, salvo lo estrictamente anecdótico: la descripción de una extensísima caminata de dos señores que, en algún momento, para mi asombro y felicidad, pasaban justamente por Manizales, es decir, pasaban justamente por mi vida. Lo que sentí con esa lectura también me transformó profundamente. Fue darme cuenta que podía alargarse el tiempo o achicarse, transformarse, en todo caso, adensarse o alivianarse (según), con la mera lectura de ciertas combinaciones de palabras. Fue descubrir que leer es hacerse dueño del tiempo. Eso fue para mí leer por primera vez Viaje a pie.

*** 

La persona que orientó mi vida hacia la lectura y con ello me abrió las puertas de la literatura, mi tía Nelly, falleció hace una semana. Yo la recuerdo siempre en estas tiernas anécdotas. Al escribirlas, trato, tal vez infructuosamente -pero sin dar balón por perdido-, de mantenerla en mi memoria y alargar el tiempo, extenderlo, viajar al pasado y llevarlo cada vez más lejos, avanzar por un camino donde los perros no debían ladrar (y no ladraron), al punto donde ella todavía gire sobre su eje y me alcance, sin dudarlo, dos libros eternos. Recibirlos. Agradecerle con un abrazo que perdure todavía.

  

domingo, 17 de marzo de 2024

Galaxias sin nombre

Una plastilina inmensa, blanca, tan grande

que allí la nada tiene un lugar

donde logra averiguar, la nada

(como solo la nada puede averiguarlo,

es decir, de forma inexplicable e inimaginable),

que los humanos la pensamos amorosamente,

le escribimos tratados filosóficos,

cantamos sus canciones

y, con el silencio,

emulamos sus mensajes.

 

Esta plastilina inmensa, blanca,

en la que la nada cabe,

es el universo. Allí nos desplazamos de un lado a otro

como condimentos en una sopa tibia

impulsados por hervores que perduran

y riachuelos internos,

ignorantes y desdichados y felices.

 

Nos impulsa el amor,

que es el otro nombre

que la gravedad tiene.

 

Objetos celestes de inmensa masa

tienen la dudosa virtud 

de modificar el tiempo.

 

Avanzamos dentro de la plastilina blanca

adensando esta sopa cósmica

de un planeta a otro,

de una estrella a otra,

de un sentimiento a otro,

en busca del tiempo que a veces se estira

-o se estrecha-

y se vuelve inmenso y diminuto como un punto,

un simple punto,

el punto en tus labios donde mis labios no existen,

lejanos como galaxias sin nombre.




 

martes, 12 de marzo de 2024

Aquel que me habita

Cuando alzo mi mano derecha

y la enfrento al viento de la tarde

y siento

en sus tenues vellos

la caricia del aire

y cuando detallo

las líneas

que trazan mi destino

como rutas de un mapa antiguo

que proviene,

hace milenios,

de la copa de los árboles

con el mensaje

de las primeras cortezas

que poblaron la tierra

guiando hacia el follaje

el mismo viento que ahora lame

el dorso de mi mano;

 

cuando alzo mi mano derecha

y la miro minuciosamente

hasta no verla más

 

¿quién es aquel que mira mi mano?

 

¿Quién guía

el capricho

de mi pupila?

 

¿Quién,

desde siempre,

ha definido que mis ojos

sigan esas líneas

que a su vez

marcan el rumbo de mis pasos?

 

¿Quién es aquel que me habita

y me lleva de un lado a otro

de mi cuerpo

como por un parque interno

solo para constatar que está vivo,

solo para saber que respira,

para sentirse a sí mismo?

 

¿Quién escucha,

en mí,

esto que escribo?



 

sábado, 2 de marzo de 2024

El bosque de la poesía

Subiré al frío bosque de la poesía

donde aún flores lloran riachuelos grises

que descienden desde el cuello

como collares de plata

hacia la promesa de los senos,

donde aún orugas lentas

pellizcan la piel de la cadera,

donde estas mismas manos que aran la tierra

se humedecen agradecidas

con el agua de tu cuerpo arqueado.

 

Allí, en el bosque de la poesía, donde

al crepúsculo, todas las cunas

son la tumba última,

me sentaré en la hierba fresca

y cerraré los ojos al paso de los pájaros

hasta ser los pájaros, todos, uno en uno,

o su vuelo sereno y su idea limpia

de llovizna antigua.

 

Sentado con los ojos cerrados,

montículo de arena,

mi piel se irá elevando con el viento,

grano a grano,

a visitar paisajes lejanos

países radicales

oficinas soleadas (como esta),

donde las pantallas de los computadores

parpadean

parpadean.




Puertas

¿Invento el poema o voy a su encuentro? ¿Y si es el poema el que nos busca?   Tal vez el poema exista desde antes y solo aguarde un ...