Subiré al frío bosque de la poesía
donde aún
flores lloran riachuelos grises
que descienden
desde el cuello
como
collares de plata
hacia la
promesa de los senos,
donde aún
orugas lentas
pellizcan
la piel de la cadera,
donde
estas mismas manos que aran la tierra
se
humedecen agradecidas
con el
agua de tu cuerpo arqueado.
Allí, en
el bosque de la poesía, donde
al
crepúsculo, todas las cunas
son la
tumba última,
me
sentaré en la hierba fresca
y cerraré
los ojos al paso de los pájaros
hasta ser
los pájaros, todos, uno en uno,
o su
vuelo sereno y su idea limpia
de
llovizna antigua.
Sentado con los ojos cerrados,
montículo
de arena,
mi piel
se irá elevando con el viento,
grano a
grano,
a visitar
paisajes lejanos
países
radicales
oficinas soleadas
(como esta),
donde las
pantallas de los computadores
parpadean
parpadean.
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