jueves, 16 de mayo de 2024

Presentimiento del árbol

Escribo en tiempo real, escribo mientras el mundo transcurre aburrido (bola de fuego y agua que gira y gira sobre su eje y nos repele y nos retiene, dividiéndonos, y nos ilumina en medio del neto negro espacial). A pesar de ello escribo, o, quizás, precisamente por esa razón escribo. No lo sé. Lo cierto es que escribo, a medida que avanzas en la lectura, curioso lector que atraviesas con tus ojos las manchas de las letras sobre el fondo brillante, escribo para ofrecerte este camino, para regalarte el norte fugaz de mis instantes (raíz). Al fondo del texto yace un cuerpo inerte, piel de serpiente o pretérito yo. Escribo para llegar a ese cuerpo o surgir en él como surgen los árboles sobre la tierra negra, llovida y olvidada de las selvas del mundo. Escribo para llevarme hasta ese árbol, o para traer el árbol a mi cuerpo y que seas tú quien me plante al ver tus manos que aparecen redactadas justo en medio de esta zanja. Escribo para darle un sentido a los minutos, lector, y, al mismo tiempo (mágica coincidencia que es toda escritura) para encontrarnos en ese instante de silencio y lluvia que a todos nos depara el avanzar pausado por la página. Escribo porque leer es un retorno al fango, porque las letras, en cualquier disposición, construyen el camino del hijo pródigo: “mira, madre mía, tierra llovida del final del texto, soy tu hijo. Hace milenios, antes del lenguaje, partí con paso lento y peregrino, descendí al fondo de los océanos, navegué los mares mientras relámpagos ansiosos me llamaban a la vida, inventé el aire en mis pulmones, ascendí a la cima de los riscos y creí divisar el infinito”. Escribo como un retorno a ese infinito que vi, porque emprendí la marcha aquella noche en que alojé la luna entre mis ojos para luego cantarla. Escribo, lector, que ya recuerdas esta historia, que es la nuestra, y te sumas a mi rumbo del retorno, para alargar el viaje hacia la nada y aparecer de pronto, para sumar senderos al destino, para ignorar las ciudades construidas y derrumbadas casi al mismo tiempo, para no repasar mis religiones marchitas, para no cantar de nuevo los salmos renegridos, para desmentir la sangre con que pinté hermosos cuadros e inventé la vida eterna. Escribo porque la poesía tiene un límite y se llama final, y porque aún imagino que en mis dedos el universo cabe; pero no cabe, lector, todos sabemos que no cabe, pues el universo no cabe en sí mismo: bucle existencial, tierra llovida. No obstante, a ti retorno y cierro mis ojos y mis manos entierro y en ellas los árboles surgen, con desearlo o soñarlo no más, como un presentimiento del futuro. Lector, tú también suéñalo y deséalo conmigo en estas letras. Sean tus ojos mis manos, tu palabra leída dicte la siguiente palabra que escriba, justo ahora, mientras te espero ya dentro de ti, siendo tu anhelo y tu lectura, lector, de la palabra a la piel nuestra; y en ella nos nazcan los árboles que somos, así ofrecidos al sol que aún perdura y nos lee a nosotros, hace milenios ya, antes del lenguaje.



 

 

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