Escribo en tiempo real, escribo mientras
el mundo transcurre aburrido (bola de fuego y agua que gira y gira sobre su eje
y nos repele y nos retiene, dividiéndonos, y nos ilumina en medio del neto
negro espacial). A pesar de ello escribo, o, quizás, precisamente por esa razón
escribo. No lo sé. Lo cierto es que escribo, a medida que avanzas en la lectura,
curioso lector que atraviesas con tus ojos las manchas de las letras sobre el
fondo brillante, escribo para ofrecerte este camino, para regalarte el norte
fugaz de mis instantes (raíz). Al fondo del texto yace un cuerpo inerte, piel
de serpiente o pretérito yo. Escribo para llegar a ese cuerpo o surgir en él
como surgen los árboles sobre la tierra negra, llovida y olvidada de las selvas
del mundo. Escribo para llevarme hasta ese árbol, o para traer el árbol a mi
cuerpo y que seas tú quien me plante al ver tus
manos que aparecen redactadas justo en medio de esta zanja. Escribo para
darle un sentido a los minutos, lector, y, al mismo tiempo (mágica coincidencia
que es toda escritura) para encontrarnos en ese instante de silencio y lluvia
que a todos nos depara el avanzar pausado por la página. Escribo porque leer es
un retorno al fango, porque las letras, en cualquier disposición, construyen el
camino del hijo pródigo: “mira, madre mía, tierra llovida del final del texto,
soy tu hijo. Hace milenios, antes del lenguaje, partí con paso lento y
peregrino, descendí al fondo de los océanos, navegué los mares mientras
relámpagos ansiosos me llamaban a la vida, inventé el aire en mis pulmones,
ascendí a la cima de los riscos y creí divisar el infinito”. Escribo como un
retorno a ese infinito que vi, porque emprendí la marcha aquella noche en que
alojé la luna entre mis ojos para luego cantarla. Escribo, lector, que ya
recuerdas esta historia, que es la nuestra, y te sumas a mi rumbo del retorno,
para alargar el viaje hacia la nada y aparecer de pronto, para sumar senderos al
destino, para ignorar las ciudades construidas y derrumbadas casi al mismo
tiempo, para no repasar mis religiones marchitas, para no cantar de nuevo los
salmos renegridos, para desmentir la sangre con que pinté hermosos cuadros e
inventé la vida eterna. Escribo porque la poesía tiene un límite y se llama final, y porque aún imagino que en mis
dedos el universo cabe; pero no cabe, lector, todos sabemos que no cabe, pues
el universo no cabe en sí mismo: bucle existencial, tierra llovida. No
obstante, a ti retorno y cierro mis ojos y mis manos entierro y en ellas los
árboles surgen, con desearlo o soñarlo no más, como un presentimiento del
futuro. Lector, tú también suéñalo y deséalo conmigo en estas letras. Sean tus
ojos mis manos, tu palabra leída dicte la siguiente palabra que escriba, justo
ahora, mientras te espero ya dentro de ti, siendo tu anhelo y tu lectura,
lector, de la palabra a la piel nuestra; y en ella nos nazcan los árboles que
somos, así ofrecidos al sol que aún perdura y nos lee a nosotros, hace milenios
ya, antes del lenguaje.
jueves, 16 de mayo de 2024
Presentimiento del árbol
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