lunes, 27 de mayo de 2024

Cacerías

"No tengo otro cuenco de arroz que la luna"

Jorge Carrera Andrade

 

El hambre lo decidió. El truco le salía fácilmente hace años, antes de los temblores y esa niebla mental que ya no se iba nunca. Las últimas veces que lo intentó, en cambio, algo lo delataba. Otra cosa era que ya muchos lo conocían y por eso estaban preparados. Ese día, de todas formas, se dijo a sí mismo que tenía que comer o… ¿qué pasaría? ¿Qué pasa si un viejo no come? ¿Qué pasa si un viejo ajusta varios días, con todas sus horas juntas, sin comer? A nadie le importa. En su caso, menos aún. No había sido un buen hombre, eso lo sabía. Ignoraba el paradero de sus hijos. No sabía, siquiera, si a estas alturas estaban vivos o no. Si los viera, no podría reconocerlos. Tenía nietos, eso se lo habían confirmado algunas señoras del barrio, cuando a veces pasaba por ahí, esperando encontrarse a algún conocido para pedirle prestado. Las dos esposas que tuvo habían fallecido hace años, ayudadas por la misma mala vida que supo darle a cada una, con algunos años de diferencia. El hambre lo sacó de la ensoñación en la que estaba, lo hizo mirar en redondo el cuartucho donde vivía. El hambre le hizo mojarse la cara, darle algún afeite a su rostro. El hambre lo hizo ensayar frente al espejo una mirada fija, convincente. El truco consistía en llegar a la caja del supermercado con varios productos voluminosos, algún paquete grande de papel higiénico, algunas botellas de gaseosa, una malla de papa. Ponerlos sobre el mostrador y tratar de pagar con la tarjeta de crédito que tuvo en los buenos años, pero que, desde luego, estaba cancelada y que no sabía por qué milagro de la tecnología, todavía saltaba en el datáfono con el mensaje de fondos insuficientes. Actuar confusión, contrariedad. Mientras todo ello ocurre, ir guardando dentro de la manga de la chaqueta cosas pequeñas, la manteca, la lata de sardinas, alguna lata de conservas. Él sabía que los ojos estaban en la caja y en el datáfono, los ojos del guardia estaban atentos a evitar cualquier estafa. En esos casos pocos creían que alguien se atrevería a ir guardando objetos pequeños en raponazos cortos, a la vista de todos. Pero sus manos tenían la pericia suficiente. No por nada en alguno de sus muchos trabajos de juventud fue aprendiz de mago. Bueno, eso era antes, cuando era rápido y preciso, no como ahora, que temblaba tanto, que erraba las mangas de la chaqueta, que se cerraba en el momento preciso, que se enredaba con las bolsas, que los bolsillos del gabán parecían negarse a participar del hurto y las cosas, ruidosas y altaneras siempre que se les trataba mal, se lanzaban al suelo haciendo escándalo. Pero el hambre es mala consejera, les da ideas fijas a los desesperados. El hambre los hace confiar, una vez más, en que cada intento será mejor que el anterior. Salió a la calle y la luz del sol lo cegó unos instantes. El ruido de los carros lo mareó un poco. A pesar de ello, resuelto, llegó al supermercado de la esquina de Avenida Palermo con Calle 26, cruzó la puerta, ubicó (o creyó ubicar) las cámaras de seguridad, calculó (o soñó que calculaba) de qué manera y en qué caja registradora podría ocultar con la espalda encorvada su mano izquierda, la elegida, tantas veces salvadora pero últimamente caída en desgracia. Tomó un carrito y comenzó, una vez más, la puesta en escena. El estómago le dolía, la cabeza le dolía, las manos no se quedaban quietas, las piernas se sentían frías y débiles. Sudó. Bostezó. Hizo una arcada de aire. Sabía que no vomitaría porque llevaba días sin comer. Llegó a la caja. Saludó con altivez. Puso las cosas en el mostrador. La cajera, seria, fue pasando cada cosa por el lector de código de barras. El pitido le hería los oídos, la luz roja de los precios era un punzón que atravesaba sus córneas. La cajera le dijo el precio. Solícito, sacó la tarjeta de crédito de una hermosa billetera que usaba solo para estas marrullas y, en el mismo gesto, se ubicó un paso más adelante, al alcance de las vituallas que parecían esperarlo, impacientes. Tomó la malla de las papas y, en un movimiento seco, corto, puso su mano izquierda debajo y agarró lo que hubiera. Luego, cuando le dijeron que tenía fondos insuficientes, nuevamente con la mano derecha, exhibió su billetera e hizo como que buscaba otra tarjeta o dinero en efectivo. En el mismo movimiento, los dedos de la mano izquierda, fieles a su hambre, ya habían arrojado al túnel de la manga un solo botín. Él no sabía muy bien qué objeto habían elegido sus dedos salvadores, pero estaba tan nervioso que no le importó. Se dio por bien servido. Ofreció excusas, dejó las cosas allí exhibidas, prometió que ya regresaría por ellas cuando fuera por efectivo y salió a la calle. Justo en ese momento, en el momento del triunfo, una voz lo llamó, enérgica, desde adentro del supermercado ¡Señor, señor! Él aceleró el paso, pretendió no escuchar. Fue alcanzado por la fuerte presión de una mano que se apoyó en su hombro. Lívido, sintiéndose perdido, giró el rostro. Vio a uno de los empacadores del supermercado que, con una sonrisa, le decía, abuelito, olvidó su tarjeta, al mismo tiempo que se la regresaba. Gracias, gracias, muy amable, atinó a decir él. Y siguió caminando calle abajo. Solo dos cuadras más adelante se atrevió a revisar el botín que apretaba en la manga. Un tomate chonto brilló al sol del mediodía. Un solo tomate fue su botín. El viejo lo acarició en su mano, le dio vueltas, calculó su textura. Era un tomate pequeño. Pero no había duda de que era hermoso.


                                                                            *** 


- Esto no puede continuar, nos exponemos a que el supervisor nos jale las orejas -dijo la cajera del supermercado.

- ¿Dejalo, no viste lo feliz que se puso? -contestó el empacador. 




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