Recuerdo,
hija, aquella vez
que
comenzaste a hablarme
de cosas inexistentes
con palabras
que no existen
emulabas una
lengua muerta
o, peor
una
lengua que jamás vio la vida.
Imitaste los
sonidos de las aves
bajo la
luz moribunda de la tarde
y me
enseñaste que esos sonidos
no son
iguales
a los de
la misma ave
bajo la
noche oscura
o al alba.
Señalabas
algo más allá
y más acá
de las
cosas.
Lo imposible.
Al final,
me dijiste:
Padre, no te extrañes
es mi forma de nombrar el silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario