Todos los perros nos obligan de alguna manera a tener una
relación cercana con la mierda. Así no tengas un perro como mascota del cual
debas recoger su mierda, sí que es cierto que, al menos, estarás
suficientemente entrenado para andar por la calle sin pisar la que dueños
descuidados -malos vecinos, malos ciudadanos- han dejado abandonadas por ahí,
para tragedia de las pocas ancianas amas de casa que van quedando en
estos días y que muchos, actualmente, apodan Karen.
Así que, sea como sea, o la recoges o la esquivas a diario, pero aparte de la
tuya, los perros te obligan a tener una relación bastante personal con la caca.
Mi perro, un Golden Retriever que se llama Max, aparte de contar,
por las razones expuestas, con esa extraña virtud, tiene formas bastante
particulares -por decir lo menos- de relacionarse con su detritus. Algún día
narraré la vez que terminé persiguiendo calle abajo una esfera perfecta de popó
que soltó al pie de los parqueaderos de un edificio en el que viví hace un par
de años. En otro momento narraré cuando lo descubrí comiendo mierda de otros
perros –varias veces- y, peor, la vez que lo observé comiendo mierda humana –anécdota
que, como podrán imaginar, casi me hace desmayar, emigrar a otro país y
recomenzar mi vida lejos de él- pero, como era esperable, terminó conmigo
lavándole frenéticamente los dientes y la trompa durante varios días, con todo
tipo cremas dentales, enjuagues y jabones.
Pero hoy voy a narrar otra historia, tal vez menos escabrosa,
aunque igual de peculiar.
Anoche saqué a Max a que hiciera lo suyo al lote que hay
detrás del edificio donde vivo actualmente junto a mi familia. Las veces que lo
saco yo -las demás lo saca Fede-, procuro irme escuchando audiolibros. En este
momento estoy escuchando uno entretenido y corto, llamado El trabajo de los ojos, escrito por la argentina Mercedes Halfon,
en el que explora la evidente relación entre la lectura y la escritura con el
ejercicio de la visión. Yo iba concentrado en alguno de los cortos episodios -vistazos,
diríase- en los que mezcla la narración de su propia vida con la especulación
intelectual del ensayo y algunas anécdotas bastante curiosas de oculistas y escritores,
mientras llevaba a Max, tan voluntarioso, jalador e intenso como siempre. Pues bien,
llegados al lugar exacto en que Max decidió depositar su carga nocturna, lo observé tal vez un poco más concentrado que de costumbre. Al parecer
algo le inquietaba, algo que ocurría en su cuerpo, en la parte baja de su
cuerpo. Lo vi abrir poderosamente los ojos y, justo antes de terminar su
descarga, realizar una maniobra bastante sofisticada, al parecer para
deshacerse del todo de la mierda que depositaba sobre el pasto: giró brusca e
inesperadamente sobre su propio eje, como una bailarina grotesca, lo que
provocó, como era previsible, que la mierda que estaba terminando de depositar
en el suelo volara en círculos alrededor suyo. Ante el giro inesperado no tuve
tiempo de reaccionar. Justo en el momento que yo daba un salto hacia atrás, un
par de bollos voladores alcanzaron la suela de mis zapatos y se fueron a posar en
el lugar exacto donde di el paso. Así, baleado por una ráfaga de mierda de mi
perro, terminé con mis zapatos totalmente sucios, mientras en el fondo la voz
de Mercedes Halfon narraba cómo Joyce quedó ciego al final de su vida y cómo, a
pesar de lo que pudiera pensarse, el propio escritor lo consideró como un
episodio poco relevante de su propia biografía. Podría ser que le doliera el
anito a Max, claro, me apresuré a pensar antes de sentir rabia. Con el zapato
aún sucio me acerqué a recoger, en varias etapas, la espiral de mierda que supo
obsequiarme.Allí me di cuenta de la
causa del giro: se había tragado, quién sabe cuándo y cómo, uno de los girones de
tela que hacen parte de la trapeadora de casa, lo cual, obviamente, le resultó
bastante dificultoso de expulsar en un solo envión. Se le hizo necesaria la
pirueta macabra que lo volvió por un momento una peluda metralleta de mierda. Clarificado
el asunto, pasé los siguientes minutos pateando el suelo, peinando una y otra
vez con la suela del zapato las desangeladas hojas de maleza que abundan en el
lote de atrás de mi edificio. Continuaba escuchando el libro de Mercedes Halfon,
mientras Max me seguía en mis recorridos de un lado a otro, divertido, pensando,
tal vez, que estábamos jugando.
Esta historia podría haber sido graciosa para algún vecino
afortunado que la hubiera visto desprevenidamente. Para mí no lo fue. Me siento
contento, eso sí, porque, la verdad, poco me importó que Max me ensuciara la
suela del zapato. Limpiar su mierda fue un trámite más del día. Sé que en otra
época de mi vida esa jamás hubiera sido mi reacción. Con seguridad me hubiera
salido de casillas. Esta vez no fue así. Pienso que, de alguna extraña manera,
es un buen síntoma no perder la cabeza con la mierda de los demás. Comprender y
limpiar, limpiar y comprender. Y seguir en lo de uno, sorpresivas enseñanzas de
nuestras sabias mascotas.