jueves, 18 de enero de 2024

Comprender y limpiar

Todos los perros nos obligan de alguna manera a tener una relación cercana con la mierda. Así no tengas un perro como mascota del cual debas recoger su mierda, sí que es cierto que, al menos, estarás suficientemente entrenado para andar por la calle sin pisar la que dueños descuidados -malos vecinos, malos ciudadanos- han dejado abandonadas por ahí, para tragedia de las pocas ancianas amas de casa que van quedando en estos días y que muchos, actualmente, apodan Karen. Así que, sea como sea, o la recoges o la esquivas a diario, pero aparte de la tuya, los perros te obligan a tener una relación bastante personal con la caca.

Mi perro, un Golden Retriever que se llama Max, aparte de contar, por las razones expuestas, con esa extraña virtud, tiene formas bastante particulares -por decir lo menos- de relacionarse con su detritus. Algún día narraré la vez que terminé persiguiendo calle abajo una esfera perfecta de popó que soltó al pie de los parqueaderos de un edificio en el que viví hace un par de años. En otro momento narraré cuando lo descubrí comiendo mierda de otros perros –varias veces- y, peor, la vez que lo observé comiendo mierda humana –anécdota que, como podrán imaginar, casi me hace desmayar, emigrar a otro país y recomenzar mi vida lejos de él- pero, como era esperable, terminó conmigo lavándole frenéticamente los dientes y la trompa durante varios días, con todo tipo cremas dentales, enjuagues y jabones.

Pero hoy voy a narrar otra historia, tal vez menos escabrosa, aunque igual de peculiar.   

Anoche saqué a Max a que hiciera lo suyo al lote que hay detrás del edificio donde vivo actualmente junto a mi familia. Las veces que lo saco yo -las demás lo saca Fede-, procuro irme escuchando audiolibros. En este momento estoy escuchando uno entretenido y corto, llamado El trabajo de los ojos, escrito por la argentina Mercedes Halfon, en el que explora la evidente relación entre la lectura y la escritura con el ejercicio de la visión. Yo iba concentrado en alguno de los cortos episodios -vistazos, diríase- en los que mezcla la narración de su propia vida con la especulación intelectual del ensayo y algunas anécdotas bastante curiosas de oculistas y escritores, mientras llevaba a Max, tan voluntarioso, jalador e intenso como siempre. Pues bien, llegados al lugar exacto en que Max decidió depositar su carga nocturna, lo observé tal vez un poco más concentrado que de costumbre. Al parecer algo le inquietaba, algo que ocurría en su cuerpo, en la parte baja de su cuerpo. Lo vi abrir poderosamente los ojos y, justo antes de terminar su descarga, realizar una maniobra bastante sofisticada, al parecer para deshacerse del todo de la mierda que depositaba sobre el pasto: giró brusca e inesperadamente sobre su propio eje, como una bailarina grotesca, lo que provocó, como era previsible, que la mierda que estaba terminando de depositar en el suelo volara en círculos alrededor suyo. Ante el giro inesperado no tuve tiempo de reaccionar. Justo en el momento que yo daba un salto hacia atrás, un par de bollos voladores alcanzaron la suela de mis zapatos y se fueron a posar en el lugar exacto donde di el paso. Así, baleado por una ráfaga de mierda de mi perro, terminé con mis zapatos totalmente sucios, mientras en el fondo la voz de Mercedes Halfon narraba cómo Joyce quedó ciego al final de su vida y cómo, a pesar de lo que pudiera pensarse, el propio escritor lo consideró como un episodio poco relevante de su propia biografía. Podría ser que le doliera el anito a Max, claro, me apresuré a pensar antes de sentir rabia. Con el zapato aún sucio me acerqué a recoger, en varias etapas, la espiral de mierda que supo obsequiarme.  Allí me di cuenta de la causa del giro: se había tragado, quién sabe cuándo y cómo, uno de los girones de tela que hacen parte de la trapeadora de casa, lo cual, obviamente, le resultó bastante dificultoso de expulsar en un solo envión. Se le hizo necesaria la pirueta macabra que lo volvió por un momento una peluda metralleta de mierda. Clarificado el asunto, pasé los siguientes minutos pateando el suelo, peinando una y otra vez con la suela del zapato las desangeladas hojas de maleza que abundan en el lote de atrás de mi edificio. Continuaba escuchando el libro de Mercedes Halfon, mientras Max me seguía en mis recorridos de un lado a otro, divertido, pensando, tal vez, que estábamos jugando.

Esta historia podría haber sido graciosa para algún vecino afortunado que la hubiera visto desprevenidamente. Para mí no lo fue. Me siento contento, eso sí, porque, la verdad, poco me importó que Max me ensuciara la suela del zapato. Limpiar su mierda fue un trámite más del día. Sé que en otra época de mi vida esa jamás hubiera sido mi reacción. Con seguridad me hubiera salido de casillas. Esta vez no fue así. Pienso que, de alguna extraña manera, es un buen síntoma no perder la cabeza con la mierda de los demás. Comprender y limpiar, limpiar y comprender. Y seguir en lo de uno, sorpresivas enseñanzas de nuestras sabias mascotas.



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