La noche admitía ecos lejanos.
Paseaba a Max, rebelde y tontarrón perro nuestro.
Las luces de las viviendas cercanas
casi todas apagadas.
Podría jurar que cientos dormían a esa hora
ignorantes de mi presencia en el parque.
Muchos metros hacia arriba
en nuestro apartamento -sexto piso-,
pude ver una silueta fría asomarse a la ventana.
Escuché tu silbido.
Como una niña malcriada,
silbaste.
A esa hora:
contra el silencio
contra la noche
contra el sueño torpe de vecinos infelices
que no saben amarse sin verse
que no tienen silbidos dónde planear
por el aire frío de la noche
para imitar al beso
o a la risa
o a los pájaros
en árboles nocturnos.
Pensé en tu muerte, estúpidamente.
A veces me llegan así los pensamientos
como bloques siniestros que golpean mi cabeza
de adentro hacia afuera.
Y mientras una mano de fuego quemaba mis entrañas
te saludé sonriente
feliz de verte aún ahí
indudablemente viva,
silbando, silbando.
Silbar como suspiro y como grito. Qué bonito
ResponderEliminar¡Gracias por comentar! Sí, los silbidos pueden ser ambas cosas. Y más
EliminarSentí tu dolor de imaginar la muerte del ser amado.... que ya no silva.
ResponderEliminarDiana Ma.
Uno se tortura a veces con pensamientos así. O puede que sea una rara manera de valorar lo que se vive en el presente.
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