Yo hacía parte de la selección de
fútbol de mi colegio. No éramos ni de cerca los mejores de nuestra generación, pero
no dábamos balón por perdido y, cuando la calidad no te acompaña, esa es, al
menos, la forma más decorosa de maquillar la derrota. En aquellos días se
jugaba un torneo intercolegiado en el Gimnasio Horizontes, en el que participaban
varios de los colegios ASPAEN, es decir, colegios de niños de clase alta. A
pesar de que habían venido delegaciones de Medellín y Bogotá D.C., aún les
faltaba una institución para completar el número necesario de equipos para los
enfrentamientos. Invitaron al Colseñora, por lo que todos los que hacíamos
parte de las selecciones de fútbol, baloncesto, voleibol y atletismo, recibimos
permiso académico para trasladarnos durante toda una semana a las hermosas
instalaciones del Gimnasio Horizontes, ubicado a las afueras de la ciudad, donde
bastaba levantar la mirada para ver la magnificencia de las montañas de los
Andes, sentir en tu rostro el aleteo de los pájaros, el sutil bullicio de
abejas y mariposas y no percibir, ni por asomo, los gritos aguardentosos de los
vendedores callejeros, los pitos de los policías de tránsito o las peleas de
borrachos de las cantinas aledañas, que sí escuchábamos nosotros, en nuestras
instalaciones, ubicadas en el pleno centro de la ciudad.
La invitación de por sí era una
gran noticia. Pero el júbilo nos embriagó cuando nos informaron que nos iban a
dar el almuerzo durante toda la semana. Eso significaba que almorzaríamos en el
restaurante, y, entre otras cosas, lo que para nuestro cerebro infantil era percibido como lógico -pero no lo era-, tal vez podríamos almorzar en el
otro colegio de clase alta del sector de la Florida, es decir, el
colegio Granadino, donde estudiaban también niñas, niñas fifis, niñas gomelas,
niñas bien, niñas difíciles de abordar, pero niñas al fin y al cabo. En aquella época (ya que el nuestro
era un colegio masculino), compartir con niñas de nuestra edad en el ambiente
escolar era el sueño de todos. Lo que no sabíamos, pero averiguaríamos apenas
llegados al torneo, era que no había motivos para dejarnos pasar al restaurante del
Granadino. Nos dejaron bien resguardaditos en el Horizontes. Eso significó que
durante toda la semana habríamos de conformarnos con prepararnos y con competir
en los deportes que nos habían correspondido. Y ya.
No obstante, a decir verdad, eso
bastaba para tenernos felices. Por mi parte, estaba muy atrasado con la lectura
de los libros del plan lector del colegio -en ese entonces no me gustaba leer-,
así que decidí aprovechar los extensos ratos libres entre partidos para ponerme
al día. El problema era que estaba cansado de la serie Escalofríos, que eran libritos sencillos que leíamos la mayoría de
compañeros del salón para completar el número impuesto por el siempre exigente
profesor de Español y Literatura, Antonio Cadavid. Recuerdo que el viernes
antes de nuestro viaje de una semana al Gimnasio Horizontes me dirigí a la
biblioteca del colegio y le pedí a mi tía Nelly, quien en ese entonces era la
bibliotecaria, que me recomendara algunos libros. Recuerdo que sin dudarlo -y
sin saber que con ese gesto cambiaría mi vida- me pasó dos libritos. Uno,
consistía en una Antología del cuento
latinoamericano. La otra, un libro enigmático, llamado Viaje a pie.
En el torneo de fútbol no nos fue
mal. Eliminamos al anfitrión en una semifinal reñidísima y bastante disputada de
la que salí lesionado; nada grave, de hecho, el siguiente partido pude jugarlo
sin problema. La final, precisamente, la jugamos contra la delegación de
Antioquia. La perdimos 3 a 1. De esa final, recuerdo que uno de los integrantes
del equipo antioqueño, años más tarde, logró convertirse en jugador de fútbol
profesional e incluso llegó a vestir la camiseta de la selección Colombia. Fue,
digamos, lo más cercano que llegué a estar del fútbol profesional en mi vida
(eso sí, no le pude quitar ni un solo balón en todo el juego). Esa anécdota me
llenaba de orgullo hasta hace poco (algunas veces narraba que había jugado fútbol
contra un jugador de la selección Colombia, y mi camiseta ondeaba con la brisa
que aparecía, siempre, en esa parte de la historia). Pero la verdadera gesta,
que cambió mi vida para siempre, se produjo fuera de la cancha, entre partido y
partido.
Me veo en mi memoria tirado en el suelo dentro de los salones, en los pasillos del Gimnasio Horizontes o en cualquiera de sus mangas deshabitadas, leyendo la antología del cuento latinoamericano. Recuerdo también mi estupor al terminar de leer el primer cuento de ese tomo: Continuidad de los parques, de Julio Cortázar. Jamás pensé que algo así podría hacerse con palabras: estremecer profundamente, desconcertar. De hecho, al principio, cuando vi que el primer cuento tenía apenas una página o página y media de extensión, me dije: esto será pan comido. Minutos después, luego de la lectura, algo se transformó para siempre en mi interior. Todavía me veo caminando por los pasillos del colegio repasando mentalmente el comienzo del cuento, la despedida del protagonista y su resolución, y compararla con el pasaje en que este avanza por el bosque y se produce la buena fortuna de que los perros no ladraran, para culminar entrando a la estancia donde destaca la nuca de un hombre, sentado en un sillón de espaldas a la puerta, leyendo una novela. De ese cuento no pude salir jamás. Pero había otros. De García Márquez, de Borges, de Rulfo. Tampoco pude, ni quise ya, salir de ellos.
Recuerdo que
luego de haber terminado esa lectura, empecé Viaje a pie. No lo entendí. No entendí prácticamente nada, salvo lo
estrictamente anecdótico: la descripción de una extensísima caminata de dos
señores que, en algún momento, para mi asombro y felicidad, pasaban justamente
por Manizales, es decir, pasaban justamente por mi vida. Lo que sentí con esa
lectura también me transformó profundamente. Fue darme cuenta que podía
alargarse el tiempo o achicarse, transformarse, en todo caso, adensarse o
alivianarse (según), con la mera lectura de ciertas combinaciones de palabras. Fue
descubrir que leer es hacerse dueño del tiempo. Eso fue para mí leer por
primera vez Viaje a pie.
La persona que orientó mi vida
hacia la lectura y con ello me abrió las puertas de la literatura, mi tía
Nelly, falleció hace una semana. Yo la recuerdo siempre en estas tiernas
anécdotas. Al escribirlas, trato, tal vez infructuosamente -pero sin dar balón por
perdido-, de mantenerla en mi memoria y alargar el tiempo, extenderlo, viajar
al pasado y llevarlo cada vez más lejos, avanzar por un camino donde los perros
no debían ladrar (y no ladraron), al punto donde ella todavía gire sobre su eje
y me alcance, sin dudarlo, dos libros eternos. Recibirlos. Agradecerle con un
abrazo que perdure todavía.
Genial. También recuerdo mucho ese torneo. Quedamos campeones en baloncesto y yo gané un sorpresivo segundo puesto en atletismo ¿ganamos o quedamos de segundos? Me quedo con la maravillosa recomendación de Nelly.
ResponderEliminarEn baloncesto el colegio sí era el mejor de nuestra generación. Recuerdo que a varios les tocó participar en varios deportes. Terminaban una prueba de atletismo y seguían con partido de baloncesto y así. Creo que hubo ajedrez también, ¿cierto?
ResponderEliminarHermosa, mi tía Nelly.
Qué belleza de texto, de recuerdo. Gracias.
ResponderEliminarGracias por comentar. Muchos de esos recuerdos son nuestros tesoros personales, poderosos refugios.
ResponderEliminarCada que paso caminando por la vía que corre por un lado de la cancha del colegio Horizontes, atravieso una especie de túnel de tiempo, sutil, imperceptible, pero al mismo tiempo tan real y vibrante. Entonces por unas milésima de segundo, o en una unidad de tiempo que escapa a mi conciencia, siento la emoción que experimenté por aquellos días en medio de este torneo que, como bien lo retratas en este relato, fue para mi también una experiencia extraordinaria. Recuerdo que era suplente, y que quizás por la emoción desbordante o por el pánico escénico, durante los segundos en los que estuve en la cancha todos los balones fueron perdidos. No recuerdo lo del restaurante, pero si recuerdo muy bien que me comí una exótica arepa con guacamole. Los ricos y sus excentricidades. También recuerdo mucho a Nelly, y al recordarla viajo inevitablemente, quizás por ese mismo túnel, a la biblioteca del colegio. Su atmosfera me envuelve mientras termino de escribir estas palabras. Gracias Juan. Un abrazo.
ResponderEliminarNo sé todavía quién escribió este comentario pues no aparece su nombre, pero estoy seguro de algo: al compartir estas memorias algo nos hermana profundamente. Nos hermana también la atmósfera de la biblioteca del colegio, misteriosa y sagrada. Y el recuerdo de mi tía Nelly, sus cariñosos regaños, sus chistes, su entrañable forma de acompañarnos en el amor por la lectura.
ResponderEliminarAbrazos.