viernes, 31 de mayo de 2024

Nigromancia

I

 

La luz,

misterio sereno, fugaz témpano

secreto.

 

Si el día está inundado de luz

la sombra sea

resistencia.


Bajo la canícula inusual de mayo,

aunque sea, podremos contar

con nuestra sombra.


Su labor, señalar los pasos

que transitábamos ayer,

documentar sin histerias ni furias

nuestra temporal aparición

en el teatro del mundo.

 

II


Luz y sombra, paseo de hoy,

huella

pasajera

del mañana,

retratos fugaces de esto que fuimos

y que ya no somos,

renglón a renglón

hasta desaparecer

en el

aire.

 

III


Abro las palmas de mis manos,

las exhibo al sol del mediodía.

En ellas aún tus huellas dicen cosas. 




miércoles, 29 de mayo de 2024

Los oscuros paisajes

 Hay todavía

un niño en mí,

debajo de

lo solemne de mí,

 

oculto

tras las arrugas

y las cotizaciones

al sistema

pensional

hay un niño en mí.

 

Cuando el niño ríe,

soy feliz.

 

Pero cuando el silencio lo aturde,

cuando la soledad

es la única verdadera palabra,

subo el volumen a la música,

apuro la copa de un sorbo,

acelero a fondo y el motor ruge,


o me quedo mirando

a lo lejos

sin comprender por qué

los oscuros paisajes

se me antojan hermosos.



lunes, 27 de mayo de 2024

Cacerías

"No tengo otro cuenco de arroz que la luna"

Jorge Carrera Andrade

 

El hambre lo decidió. El truco le salía fácilmente hace años, antes de los temblores y esa niebla mental que ya no se iba nunca. Las últimas veces que lo intentó, en cambio, algo lo delataba. Otra cosa era que ya muchos lo conocían y por eso estaban preparados. Ese día, de todas formas, se dijo a sí mismo que tenía que comer o… ¿qué pasaría? ¿Qué pasa si un viejo no come? ¿Qué pasa si un viejo ajusta varios días, con todas sus horas juntas, sin comer? A nadie le importa. En su caso, menos aún. No había sido un buen hombre, eso lo sabía. Ignoraba el paradero de sus hijos. No sabía, siquiera, si a estas alturas estaban vivos o no. Si los viera, no podría reconocerlos. Tenía nietos, eso se lo habían confirmado algunas señoras del barrio, cuando a veces pasaba por ahí, esperando encontrarse a algún conocido para pedirle prestado. Las dos esposas que tuvo habían fallecido hace años, ayudadas por la misma mala vida que supo darle a cada una, con algunos años de diferencia. El hambre lo sacó de la ensoñación en la que estaba, lo hizo mirar en redondo el cuartucho donde vivía. El hambre le hizo mojarse la cara, darle algún afeite a su rostro. El hambre lo hizo ensayar frente al espejo una mirada fija, convincente. El truco consistía en llegar a la caja del supermercado con varios productos voluminosos, algún paquete grande de papel higiénico, algunas botellas de gaseosa, una malla de papa. Ponerlos sobre el mostrador y tratar de pagar con la tarjeta de crédito que tuvo en los buenos años, pero que, desde luego, estaba cancelada y que no sabía por qué milagro de la tecnología, todavía saltaba en el datáfono con el mensaje de fondos insuficientes. Actuar confusión, contrariedad. Mientras todo ello ocurre, ir guardando dentro de la manga de la chaqueta cosas pequeñas, la manteca, la lata de sardinas, alguna lata de conservas. Él sabía que los ojos estaban en la caja y en el datáfono, los ojos del guardia estaban atentos a evitar cualquier estafa. En esos casos pocos creían que alguien se atrevería a ir guardando objetos pequeños en raponazos cortos, a la vista de todos. Pero sus manos tenían la pericia suficiente. No por nada en alguno de sus muchos trabajos de juventud fue aprendiz de mago. Bueno, eso era antes, cuando era rápido y preciso, no como ahora, que temblaba tanto, que erraba las mangas de la chaqueta, que se cerraba en el momento preciso, que se enredaba con las bolsas, que los bolsillos del gabán parecían negarse a participar del hurto y las cosas, ruidosas y altaneras siempre que se les trataba mal, se lanzaban al suelo haciendo escándalo. Pero el hambre es mala consejera, les da ideas fijas a los desesperados. El hambre los hace confiar, una vez más, en que cada intento será mejor que el anterior. Salió a la calle y la luz del sol lo cegó unos instantes. El ruido de los carros lo mareó un poco. A pesar de ello, resuelto, llegó al supermercado de la esquina de Avenida Palermo con Calle 26, cruzó la puerta, ubicó (o creyó ubicar) las cámaras de seguridad, calculó (o soñó que calculaba) de qué manera y en qué caja registradora podría ocultar con la espalda encorvada su mano izquierda, la elegida, tantas veces salvadora pero últimamente caída en desgracia. Tomó un carrito y comenzó, una vez más, la puesta en escena. El estómago le dolía, la cabeza le dolía, las manos no se quedaban quietas, las piernas se sentían frías y débiles. Sudó. Bostezó. Hizo una arcada de aire. Sabía que no vomitaría porque llevaba días sin comer. Llegó a la caja. Saludó con altivez. Puso las cosas en el mostrador. La cajera, seria, fue pasando cada cosa por el lector de código de barras. El pitido le hería los oídos, la luz roja de los precios era un punzón que atravesaba sus córneas. La cajera le dijo el precio. Solícito, sacó la tarjeta de crédito de una hermosa billetera que usaba solo para estas marrullas y, en el mismo gesto, se ubicó un paso más adelante, al alcance de las vituallas que parecían esperarlo, impacientes. Tomó la malla de las papas y, en un movimiento seco, corto, puso su mano izquierda debajo y agarró lo que hubiera. Luego, cuando le dijeron que tenía fondos insuficientes, nuevamente con la mano derecha, exhibió su billetera e hizo como que buscaba otra tarjeta o dinero en efectivo. En el mismo movimiento, los dedos de la mano izquierda, fieles a su hambre, ya habían arrojado al túnel de la manga un solo botín. Él no sabía muy bien qué objeto habían elegido sus dedos salvadores, pero estaba tan nervioso que no le importó. Se dio por bien servido. Ofreció excusas, dejó las cosas allí exhibidas, prometió que ya regresaría por ellas cuando fuera por efectivo y salió a la calle. Justo en ese momento, en el momento del triunfo, una voz lo llamó, enérgica, desde adentro del supermercado ¡Señor, señor! Él aceleró el paso, pretendió no escuchar. Fue alcanzado por la fuerte presión de una mano que se apoyó en su hombro. Lívido, sintiéndose perdido, giró el rostro. Vio a uno de los empacadores del supermercado que, con una sonrisa, le decía, abuelito, olvidó su tarjeta, al mismo tiempo que se la regresaba. Gracias, gracias, muy amable, atinó a decir él. Y siguió caminando calle abajo. Solo dos cuadras más adelante se atrevió a revisar el botín que apretaba en la manga. Un tomate chonto brilló al sol del mediodía. Un solo tomate fue su botín. El viejo lo acarició en su mano, le dio vueltas, calculó su textura. Era un tomate pequeño. Pero no había duda de que era hermoso.


                                                                            *** 


- Esto no puede continuar, nos exponemos a que el supervisor nos jale las orejas -dijo la cajera del supermercado.

- ¿Dejalo, no viste lo feliz que se puso? -contestó el empacador. 




jueves, 16 de mayo de 2024

Presentimiento del árbol

Escribo en tiempo real, escribo mientras el mundo transcurre aburrido (bola de fuego y agua que gira y gira sobre su eje y nos repele y nos retiene, dividiéndonos, y nos ilumina en medio del neto negro espacial). A pesar de ello escribo, o, quizás, precisamente por esa razón escribo. No lo sé. Lo cierto es que escribo, a medida que avanzas en la lectura, curioso lector que atraviesas con tus ojos las manchas de las letras sobre el fondo brillante, escribo para ofrecerte este camino, para regalarte el norte fugaz de mis instantes (raíz). Al fondo del texto yace un cuerpo inerte, piel de serpiente o pretérito yo. Escribo para llegar a ese cuerpo o surgir en él como surgen los árboles sobre la tierra negra, llovida y olvidada de las selvas del mundo. Escribo para llevarme hasta ese árbol, o para traer el árbol a mi cuerpo y que seas tú quien me plante al ver tus manos que aparecen redactadas justo en medio de esta zanja. Escribo para darle un sentido a los minutos, lector, y, al mismo tiempo (mágica coincidencia que es toda escritura) para encontrarnos en ese instante de silencio y lluvia que a todos nos depara el avanzar pausado por la página. Escribo porque leer es un retorno al fango, porque las letras, en cualquier disposición, construyen el camino del hijo pródigo: “mira, madre mía, tierra llovida del final del texto, soy tu hijo. Hace milenios, antes del lenguaje, partí con paso lento y peregrino, descendí al fondo de los océanos, navegué los mares mientras relámpagos ansiosos me llamaban a la vida, inventé el aire en mis pulmones, ascendí a la cima de los riscos y creí divisar el infinito”. Escribo como un retorno a ese infinito que vi, porque emprendí la marcha aquella noche en que alojé la luna entre mis ojos para luego cantarla. Escribo, lector, que ya recuerdas esta historia, que es la nuestra, y te sumas a mi rumbo del retorno, para alargar el viaje hacia la nada y aparecer de pronto, para sumar senderos al destino, para ignorar las ciudades construidas y derrumbadas casi al mismo tiempo, para no repasar mis religiones marchitas, para no cantar de nuevo los salmos renegridos, para desmentir la sangre con que pinté hermosos cuadros e inventé la vida eterna. Escribo porque la poesía tiene un límite y se llama final, y porque aún imagino que en mis dedos el universo cabe; pero no cabe, lector, todos sabemos que no cabe, pues el universo no cabe en sí mismo: bucle existencial, tierra llovida. No obstante, a ti retorno y cierro mis ojos y mis manos entierro y en ellas los árboles surgen, con desearlo o soñarlo no más, como un presentimiento del futuro. Lector, tú también suéñalo y deséalo conmigo en estas letras. Sean tus ojos mis manos, tu palabra leída dicte la siguiente palabra que escriba, justo ahora, mientras te espero ya dentro de ti, siendo tu anhelo y tu lectura, lector, de la palabra a la piel nuestra; y en ella nos nazcan los árboles que somos, así ofrecidos al sol que aún perdura y nos lee a nosotros, hace milenios ya, antes del lenguaje.



 

 

viernes, 10 de mayo de 2024

Hija natural

A Katherine Mansfield,

por un cuento suyo

 

La Niña que estaba cansada

construyó un camino para transitarlo sola.

El sendero de la muerte invernal

donde los patos degollados retorciéndose

no le asustaban

más bien

la liberaban

la entregaban al sueño

como quien muere en honor a Dionisio

borracho de cansancio

ebrio de soledad.

 

Unas frías manos chicas

infantiles

blancas

blandiendo los cojines de la muerte.

 

El bebé con su chichón doloroso,

último gesto.

 

Inventemos ahora que la Niña

que estaba cansada

y su pequeño hermano,

luego de que ella 

lo liberara de la vida,

se encontraron en las rutas del sueño

-sendero de la muerte invernal-

y pudieron jugar, tranquilamente.

Y después dormir.

Y luego despertar.





Puertas

¿Invento el poema o voy a su encuentro? ¿Y si es el poema el que nos busca?   Tal vez el poema exista desde antes y solo aguarde un ...