El hambre lo decidió. El truco le salía fácilmente hace
años, antes de los temblores y esa niebla mental que ya no se iba nunca. Las
últimas veces que lo intentó, en cambio, algo lo delataba. Otra cosa era que ya
muchos lo conocían y por eso estaban preparados. Ese día, de todas formas, se
dijo a sí mismo que tenía que comer o… ¿qué pasaría? ¿Qué pasa si un viejo no
come? ¿Qué pasa si un viejo ajusta varios días, con todas sus horas juntas, sin
comer? A nadie le importa. En su caso, menos aún. No había sido un buen hombre,
eso lo sabía. Ignoraba el paradero de sus hijos. No sabía, siquiera, si a estas
alturas estaban vivos o no. Si los viera, no podría reconocerlos. Tenía nietos,
eso se lo habían confirmado algunas señoras del barrio, cuando a veces pasaba
por ahí, esperando encontrarse a algún conocido para pedirle prestado. Las dos
esposas que tuvo habían fallecido hace años, ayudadas por la misma mala vida
que supo darle a cada una, con algunos años de diferencia. El hambre lo sacó de
la ensoñación en la que estaba, lo hizo mirar en redondo el cuartucho donde
vivía. El hambre le hizo mojarse la cara, darle algún afeite a su rostro. El
hambre lo hizo ensayar frente al espejo una mirada fija, convincente. El truco
consistía en llegar a la caja del supermercado con varios productos
voluminosos, algún paquete grande de papel higiénico, algunas botellas de
gaseosa, una malla de papa. Ponerlos sobre el mostrador y tratar de pagar con
la tarjeta de crédito que tuvo en los buenos años, pero que, desde luego, estaba
cancelada y que no sabía por qué milagro de la tecnología, todavía saltaba en
el datáfono con el mensaje de fondos
insuficientes. Actuar confusión, contrariedad. Mientras todo ello ocurre,
ir guardando dentro de la manga de la chaqueta cosas pequeñas, la manteca, la lata de
sardinas, alguna lata de conservas. Él sabía que los ojos estaban en la caja y
en el datáfono, los ojos del guardia estaban atentos a evitar cualquier estafa.
En esos casos pocos creían que alguien se atrevería a ir guardando objetos
pequeños en raponazos cortos, a la vista de todos. Pero sus manos tenían la pericia suficiente. No por nada en alguno de sus muchos trabajos de juventud fue aprendiz de mago. Bueno, eso era antes, cuando
era rápido y preciso, no como ahora, que temblaba tanto, que erraba las mangas de la chaqueta, que se cerraba en el momento preciso, que se enredaba con las bolsas, que los
bolsillos del gabán parecían negarse a participar del hurto y las cosas, ruidosas y altaneras siempre que se les trataba mal, se lanzaban al suelo
haciendo escándalo. Pero el hambre es mala consejera, les da ideas fijas a los
desesperados. El hambre los hace confiar, una vez más, en que cada intento será
mejor que el anterior. Salió a la calle y la luz del sol lo cegó unos
instantes. El ruido de los carros lo mareó un poco. A pesar de ello, resuelto,
llegó al supermercado de la esquina de Avenida Palermo con Calle 26, cruzó la
puerta, ubicó (o creyó ubicar) las cámaras de seguridad, calculó (o soñó que
calculaba) de qué manera y en qué caja registradora podría ocultar con la
espalda encorvada su mano izquierda, la elegida, tantas veces salvadora pero
últimamente caída en desgracia. Tomó un carrito y comenzó, una vez más, la
puesta en escena. El estómago le dolía, la cabeza le dolía, las manos no se
quedaban quietas, las piernas se sentían frías y débiles. Sudó. Bostezó. Hizo
una arcada de aire. Sabía que no vomitaría porque llevaba días sin comer. Llegó
a la caja. Saludó con altivez. Puso las cosas en el mostrador. La cajera,
seria, fue pasando cada cosa por el lector de código de barras. El pitido le
hería los oídos, la luz roja de los precios era un punzón que atravesaba sus
córneas. La cajera le dijo el precio. Solícito, sacó la tarjeta de crédito de
una hermosa billetera que usaba solo para estas marrullas y, en el mismo gesto,
se ubicó un paso más adelante, al alcance de las vituallas que parecían
esperarlo, impacientes. Tomó la malla de las papas y, en un movimiento seco,
corto, puso su mano izquierda debajo y agarró lo que hubiera. Luego, cuando le
dijeron que tenía fondos insuficientes, nuevamente con la mano derecha, exhibió
su billetera e hizo como que buscaba otra tarjeta o dinero en efectivo. En el
mismo movimiento, los dedos de la mano izquierda, fieles a su hambre, ya habían arrojado al túnel de la manga un solo botín. Él no sabía muy bien qué objeto habían elegido sus dedos salvadores, pero estaba tan nervioso que no le importó. Se dio por bien
servido. Ofreció excusas, dejó las cosas allí exhibidas, prometió que ya
regresaría por ellas cuando fuera por efectivo y salió a la calle. Justo en ese momento, en el momento del triunfo, una voz lo llamó,
enérgica, desde adentro del supermercado ¡Señor,
señor! Él aceleró el paso, pretendió no escuchar. Fue alcanzado por la fuerte presión de una mano que se apoyó en su hombro. Lívido, sintiéndose
perdido, giró el rostro. Vio a uno de los empacadores del supermercado que, con
una sonrisa, le decía, abuelito, olvidó
su tarjeta, al mismo tiempo que se la regresaba. Gracias, gracias, muy amable, atinó a decir él. Y siguió caminando
calle abajo. Solo dos cuadras más adelante se atrevió a revisar el botín que apretaba en la manga. Un
tomate chonto brilló al sol del mediodía. Un solo tomate fue su botín. El viejo
lo acarició en su mano, le dio vueltas, calculó su textura. Era un tomate
pequeño. Pero no había duda de que era hermoso.
***
- Esto no puede continuar, nos exponemos a que el
supervisor nos jale las orejas -dijo la cajera del supermercado.
- ¿Dejalo, no viste lo feliz que se puso? -contestó
el empacador.
Escribo en tiempo real, escribo mientras
el mundo transcurre aburrido (bola de fuego y agua que gira y gira sobre su eje
y nos repele y nos retiene, dividiéndonos, y nos ilumina en medio del neto
negro espacial). A pesar de ello escribo, o, quizás, precisamente por esa razón
escribo. No lo sé. Lo cierto es que escribo, a medida que avanzas en la lectura,
curioso lector que atraviesas con tus ojos las manchas de las letras sobre el
fondo brillante, escribo para ofrecerte este camino, para regalarte el norte
fugaz de mis instantes (raíz). Al fondo del texto yace un cuerpo inerte, piel
de serpiente o pretérito yo. Escribo para llegar a ese cuerpo o surgir en él
como surgen los árboles sobre la tierra negra, llovida y olvidada de las selvas
del mundo. Escribo para llevarme hasta ese árbol, o para traer el árbol a mi
cuerpo y que seas tú quien me plante al ver tus
manos que aparecen redactadas justo en medio de esta zanja. Escribo para
darle un sentido a los minutos, lector, y, al mismo tiempo (mágica coincidencia
que es toda escritura) para encontrarnos en ese instante de silencio y lluvia
que a todos nos depara el avanzar pausado por la página. Escribo porque leer es
un retorno al fango, porque las letras, en cualquier disposición, construyen el
camino del hijo pródigo: “mira, madre mía, tierra llovida del final del texto,
soy tu hijo. Hace milenios, antes del lenguaje, partí con paso lento y
peregrino, descendí al fondo de los océanos, navegué los mares mientras
relámpagos ansiosos me llamaban a la vida, inventé el aire en mis pulmones,
ascendí a la cima de los riscos y creí divisar el infinito”. Escribo como un
retorno a ese infinito que vi, porque emprendí la marcha aquella noche en que
alojé la luna entre mis ojos para luego cantarla. Escribo, lector, que ya
recuerdas esta historia, que es la nuestra, y te sumas a mi rumbo del retorno,
para alargar el viaje hacia la nada y aparecer de pronto, para sumar senderos al
destino, para ignorar las ciudades construidas y derrumbadas casi al mismo
tiempo, para no repasar mis religiones marchitas, para no cantar de nuevo los
salmos renegridos, para desmentir la sangre con que pinté hermosos cuadros e
inventé la vida eterna. Escribo porque la poesía tiene un límite y se llama final, y porque aún imagino que en mis
dedos el universo cabe; pero no cabe, lector, todos sabemos que no cabe, pues
el universo no cabe en sí mismo: bucle existencial, tierra llovida. No
obstante, a ti retorno y cierro mis ojos y mis manos entierro y en ellas los
árboles surgen, con desearlo o soñarlo no más, como un presentimiento del
futuro. Lector, tú también suéñalo y deséalo conmigo en estas letras. Sean tus
ojos mis manos, tu palabra leída dicte la siguiente palabra que escriba, justo
ahora, mientras te espero ya dentro de ti, siendo tu anhelo y tu lectura,
lector, de la palabra a la piel nuestra; y en ella nos nazcan los árboles que
somos, así ofrecidos al sol que aún perdura y nos lee a nosotros, hace milenios
ya, antes del lenguaje.